jueves, 21 de marzo de 2013

LAS LLAVES Y LA HOSTELERIA.








La Llave: De Arma de Defensa Personal a Tarjeta de Crédito

La llave, ese venerable instrumento que lleva funcionando desde hace muchísimos años, ha evolucionado más que un Pokémon. ¡Y vaya si lo ha hecho! Hoy en día, en los hoteles ya no nos movemos con esos mamotretos de hierro, sino con llavines y llaves de plástico codificadas. ¡El progreso! (Aunque, para ser sinceros, un buen mazo de llaves antiguas podía servirte para abrir una puerta y, de paso, para defenderte de un dragón).

Para que te hagas una idea, la llave moderna (la pequeñita y manejable) aparece más o menos sobre el siglo XX. Antes de eso, eran piezas de hierro tan grandes e incómodas de guardar que casi necesitabas un carro para transportarlas. Su uso es archiconocido y, por supuesto, han experimentado tantos cambios que hay quien dice (con muy mala uva, sospecho) la famosa frase: "Esta es la llave que abre todo" (guiño, guiño).

Me vino a la mente escribir sobre este objeto tan familiar con todas sus variedades, desde aquellas antiguas de hierro que parecían forjadas por un cíclope, hasta las más sofisticadas con doble hilera de dientes, que parecen la dentadura de un cocodrilo con complejo de superioridad. Y no olvidemos a las diminutas de los joyeros o candados en miniatura: la prueba de que el tamaño no importa para guardar secretos.

Mi oficio, durante 43 años, no fue el de herrero o ferretero (aunque ambos estaban íntimamente relacionados con las llaves). Mi cercanía a este objeto tan peculiar y curioso viene de mi profesión de hotelero, más concretamente, conserje de hotel. Fui de esa casta que sabía, por el peso del llavero, si el huésped ya había cenado o si venía con intenciones dudosas.

En España, uno de los países que más turistas recibe, el servicio en los establecimientos hoteleros es un tema serio. Pero retrocedamos un momento a los gloriosos inicios. Los primeros hoteles, posadas y pensiones utilizaban unas llaves enormes, acompañadas por unos bastos llaveros. Con el tiempo, se dieron cuenta de que esos llaveros eran el mejor seguro antirrobo, así que se les grababa el nombre del establecimiento y se engrandecían todavía más. La idea era simple: que el cliente no se las llevara por error (o por capricho) y las depositara en el mostrador a manos de conserjes, recepcionistas y telefonistas.

Algunos de estos llaveros eran tan peculiares que fueron objeto de deseo de coleccionistas. ¡Y claro! Sucedía con mucha frecuencia que nuestros visitantes se los llevaban de recuerdo (o por "olvido intencionado", llamémoslo así). Había que ir reponiéndolos con la asiduidad de quien compra calcetines.

Estas llaves de peso eran la unión entre el cliente y los profesionales del mostrador. Eran la excusa perfecta para intercambiar idiomas, informar, asesorar con los mejores criterios y conocimientos sobre gastronomía, cultura y alrededores. ¡La llave era el ticket de entrada a la conversación!

Hay infinidad de anécdotas con las llaves, desde confusiones épicas del conserje a errores del cliente al pedir el número. Algunas de las cuales, por cierto, recojo en mis libros “Anécdotas de hoteles”,  “Historias, Hoteles y  Humor”,  “ Por  los  Hoteles  del  Mundo” y  “ La   vida es  un  Gran  Hotel”  si me permiten el spam cultural.

Pero entonces, llegaron las nuevas tecnologías. ¡Y con ellas, el adiós a la interacción forzada! Por varias razones, el sector hotelero adoptó las tarjetas plastificadas y codificadas. Pasamos de la llave-machete a la tarjeta desechable (lo que suponía un costo adicional, pero al menos no te rompía el bolsillo del pantalón). Luego, las exigencias medioambientales nos obligaron a reciclar, y pasamos a las tarjetas con banda magnética: cada cliente, una nueva clave y un ahorro, ¡pero qué aburrimiento!

Las ventajas para el hotelero fueron obvias: ya no era tan fácil abrir las puertas con el famoso "llavín" (bendito invento). Esto supuso una merma en los robos en habitaciones. Además, las cerraduras tenían un lector magnético que chivaba qué personal del hotel había entrado. ¡Se acabó eso de culpar al fantasma de la limpieza!

Desde ese momento, se produjo un cambio en la comunicación con los clientes. El hecho de que el huésped ya no tuviera que dejar la llave en el mostrador hizo que el contacto personal empezara a oxidarse. El cliente entraba y salía del hotel sin apenas cruzar palabra con los empleados. ¡Adiós a ese feedback cultural tan preciado!

¿Qué se ha perdido con ese cambio? Pues algo tan importante como la familiaridad bien entendida. Esa cercanía hacia los clientes que nos permitía fidelizarlos. Ya no había excusa para interactuar, para que nos conocieran mejor y para que, al final, volvieran. Ahora, la sonrisa es un acto de pura voluntad, no una obligación impuesta por la necesidad de colgar la llave.

Aunque la adaptación tecnológica no es el deterioro de la calidad (eso es otro tema que daría para otro libro), sí ha supuesto una nueva y a veces fría situación para el cliente y el empleado.

Pero no importa la llave que use, una cosa es segura: nuestros clientes se merecen la frase que lo resume todo: “Al turismo, una sonrisa.” (Y si se llevan la tarjeta, que al menos sea una chula).

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