miércoles, 10 de diciembre de 2025

 


La Aventura de la Pata: Mi Viaje al País del Podólogo

¡Amigos! Hay citas que uno asume con la resignación de quien va a pagar una multa, y la visita al podólogo es una de ellas. Es la única ocasión en la vida en la que tus pies, esos grandes olvidados, se convierten de repente en los protagonistas absolutos de un drama médico.

Yo siempre intento llevarlos lo más dignos posible: un buen corte de uñas (a ser posible, ¡recto!, no vaya a ser que me suspenda el examen inicial) y un poco de hidratación. Porque, seamos sinceros, esos cinco minutos antes de la consulta son el único momento en meses en que uno se pregunta: "Dios mío, ¿qué aspecto tendrán mis apéndices inferiores?".

Llegué al consultorio, y después de un poco de espera (donde intenté disimuladamente esconder mis pies bajo el asiento como si fueran criminales en busca y captura), me llamaron.

"Pase y siéntese en el trono."

Sí, amigos, el sillón del podólogo no es un sillón cualquiera. Es un trono de ingeniería que te eleva a las alturas, convirtiendo tus pies en las estrellas de un escenario bien iluminado. De repente, mis humildes extremidades se veían gigantescas, expuestas bajo una luz que no perdona ni la más mínima imperfección. Sentí que mis callos y durezas eran proyectados en una pantalla de cine 3D.

El podólogo, que parecía un cirujano espacial con sus lupas, batas y herramientas de precisión, se acercó. Había más instrumental sobre la mesa que en una operación de alto riesgo: bisturíes diminutos, fresadoras que sonaban como minitaladros de dentista y pinzas que parecían sacadas de un kit de relojería suiza.

El diálogo, por supuesto, es siempre el mismo:

  • Podólogo (con tono serio, casi forense): "Bueno, veamos qué tenemos por aquí... Mmm, sí. Esos dedos. ¿Qué ha estado haciendo con ellos, eh? ¿Ha intentado usted escalar el Everest descalzo?"
  • Yo (tragando saliva, sintiéndome culpable por llevar chanclas en verano): "No, solo... andar, ya sabe. Cosas de la vida."

La verdad es que la sesión es relajante... hasta que no lo es. Un rato de masajes, cremas y luego, ¡zas! Llega el momento de la verdad, ese donde el especialista ataca con el instrumental de ciencia ficción. Sientes la fresadora, que suena a mosquito gigante, trabajar en tu piel, y te preguntas: "¿Se estará equivocando? ¿Estará lijando el hueso?"

Y luego vienen las preguntas existenciales sobre tu calzado:

"Estos zapatos que lleva... ¿Son para andar o para sufrir? ¡Tiene que darle a sus pies la vida de un rey, no la de un esclavo!"

Salí de allí sintiéndome un ser superior, con unos pies tan suaves que juraría que flotaba. Parecían recién salidos de un spa de lujo, listos para desfilar en la alfombra roja. La sensación es increíble, hasta que vuelves a la cruda realidad de tener que volver a meterlos en unos calcetines.

En resumen: la visita al podólogo es un baño de humildad, una lección de anatomía forzosa, y la única forma de conseguir que esos dos pilares que te sostienen, dejen de protestar al caminar. ¡Larga vida al podólogo y a sus herramientas intergalácticas!

 


 



Casi Extraterrestres: Una Odisea Hospitalaria sin Tocar Marte ni la Luna

Amigos, lo confieso. Hay lugares en la Tierra que nos dan un "yuyu" tremendo, esos sitios donde entras solo porque no queda más remedio. Y no, no hablamos de la casa de tu suegra (a veces), sino de los hospitales o centros médicos. Parece que allí el aire huele a desinfectante y a "trámites que-te-van-a-volver-loco".

Hace poco me tocó mi "ITV" particular (para los que ya peinamos canas y tenemos una edad, es lo que antes llamábamos un chequeo rutinario). Y, ¡sorpresa! La tecnología sigue avanzando a pasos agigantados, dejándonos a los humanos normales con la misma cara de póquer que si nos hubieran transportado a otra dimensión.

Al llegar a este magnífico hospital (sí, me contuve para no llamarlo "nave nodriza"), en el gran hall de entrada, me topé con un artilugio... ¡y no, no era una máquina de refrescos, aunque un traguito me habría venido de perlas! Era un ingenio con una pantallita y el famoso lector QR. Rápidamente, un señor de seguridad (que parecía un guardaespaldas galáctico) me indicó que escaneara mi cita en papel.

Hasta ahí, todo bien. El cacharro escupió un tique con un número, unas letras y el santo grial de mi destino: la consulta número 87-A.

¡Y aquí empezó la pequeña odisea!

Me puse a dar vueltas como un satélite desorientado. ¿Dónde demonios estaba la 87-A? Era como buscar cebollas rojas o lechugas chinas en el mercado... ¡sin encontrar el puesto! A mi alrededor, otros "exploradores" con sus tiques en mano compartían mi confusión, mientras una fila de novatos se formaba detrás de la misteriosa máquina QR.

Pero ya se sabe, buscando, todo se encuentra. Por fin, me acomodé frente a la ansiada puerta 87-A.   A esperar a que la auxiliar con bata (mi guía intergaláctica) me llamara. El tiempo pasaba, las manecillas del reloj (o lo que sea que usen en esos sitios) giraban... y nadie salía.

De repente, se abre la puerta, aparece la auxiliar, y me llama por mi nombre, con una voz que implicaba cierto reproche: "Llevamos un rato avisándole por la pantalla".

¡Aja! Aquí está el detalle que nos convierte en casi extraterrestres. Por aquello de la protección de datos (que está muy bien, no vaya a ser que se filtren mis niveles de colesterol), en la pantalla no sale el nombre. ¡Sale un código! Un precioso RT-48 (o el que te toque) que la maquinita te asignó al entrar.

Así que, adiós al "Señor Pérez" o "Doña Rodríguez". Ahora eres tu código. Y reza para que tu RT-48 no suene a las iniciales de alguna dolencia grave o  enfermedad rara  porque el lío de identidad puede ser monumental.

En fin, amigos, que entre maquinita y robot, estamos aterrizando de cabeza en la era de los humanoides. Con tanto adelanto técnico, no tardaremos en entrar en la consulta y que sea otra máquina la que te haga un escaneo completo, detecte si la próstata está "chunga" o si el azúcar se ha disparado.

Llegará el momento de sentarte frente al facultativo (que seguro tendrá un robot-asistente) y, ¡milagro!, te ahorrarás dar explicaciones. El doctor solo tendrá que pulsar un botón y la maquinita te imprimirá la receta milagrosa.

Amigos vayan actualizando sus códigos QR, porque en la próxima visita, o lo tienen a punto, o se quedarán con un palmo de narices a la entrada de la nave... ¡digo, del hospital!

 


martes, 9 de diciembre de 2025

 


Un Almuerzo 2.0: ¡La Convención de la Cubierta!

Hoy, como buen lunes y víctimas de la ineludible burocracia, tocaba hacer gestiones en Málaga capital. Se nos echó el tiempo encima, así que decidimos asaltar un restaurante famoso por su excelente menú y, seamos sinceros, porque sus precios son asequibles a cualquier bolsillo.

Allí nos presentamos, sin reserva, pero nos atendieron tan maravillosamente y tan rápido que hasta dudé si éramos VIP o simplemente tenían ganas de que les liberáramos la mesa pronto. Íbamos relajados y sin prisas. El sitio estaba a tope.

Una vez dentro y acoplados, tuve una revelación: no estábamos en un restaurante, ¡habíamos entrado en una convención digital secreta! La sala parecía la trastienda de una tienda de electrónica. Prácticamente todas las mesas estaban ocupadas por empleados de distintas empresas, y la estampa era la misma en cada una: la tablet abierta, el ordenador portátil desplegado y el móvil como un cubierto más. El camarero debía de tener un máster en esquivar aparatitos.

Como observador nato (y fisgón profesional), tenía material para un doctorado.

La mesa de al lado era un circo de la productividad. Uno de los comensales, que de seguro era representante de una casa de muebles, estaba en una conversación telefónica en manos libres mientras tecleaba furiosamente. Que si "las mesitas de noche", que si "los aparadores de diseño", que si "las estanterías que no caben ni en un palacio"... ¡Me empapé de la actualidad en mobiliario del hogar!

En la otra mesa, una chica defendía su mercancía con la fiereza de un león. Deduje que era representante de aparatos bucodentales. Hablaba de puentes invisibles, engarces rectos e implantología rápida. ¡Casi me hago un blanqueamiento entre el primer plato y el postre!

Y por si fuera poco, los comensales frente a mí resultaron ser veterinarios. Allí la cosa iba de enfermedades caninas y tratamientos para animales. Luego pasaron a discutir sobre bichos exóticos y raros que, por supuesto, sus clientes miman como si fueran de oro.

En resumen: nunca había almorzado rodeado de tantos expertos en diferentes disciplinas. Mi mujer y yo seguíamos con nuestra charla familiar, sí, pero no había forma humana de quitar el oído a semejante audiolibro.

El Diálogo Más Absurdo del Menú del Día

Y entonces, como era de esperar, llegó el clímax cómico.

El camarero, con la bandeja en ristre y una sonrisa que ya flaqueaba ante el bullicio digital, se acercó a la mesa del "mueblista".

—Disculpe, señor, ¿qué desea de beber y qué le pongo de primero? —preguntó con la paciencia de un santo.

El comensal, con el teléfono pegado a la oreja, soltó sin pestañear:

—De primero, tráigame una mesita de noche... ¡y que sea de pino macizo, por favor!

El camarero parpadeó. Miró al comensal, luego a la mesita de su propia imaginación.

— ¿Una mesita de noche? —Repuso el camarero, con una ceja arqueada—. Perdone, señor, pero creo que no la tenemos en el menú del día. Y honestamente, sería un poco indigesta... ¡y difícil de masticar con pan! ¿No preferiría algo más... comestible? ¿Quizás unas croquetas?

El "mueblista", que por fin parecía regresar del planeta "Ofertas Imperdibles", bajó el teléfono con una expresión de desconcierto total.

— ¿Croquetas? ¿Almuerzo? ¡Ah, sí! Perdone, camarero, ando cerrando un pedido grande y ya no sé ni dónde tengo la cabeza. ¡Pues de primero, tráigame lo que sea, pero que no sea para montar, por favor!

El camarero suspiró aliviado.

—Perfecto, señor. Le traeré la ensaladilla de la casa y unas aceitunitas. ¡Y prometo que no lleva ni bisagras ni tornillos!

La carcajada fue generalizada. El camarero, alejándose, murmuró para sí: "El día que me pidan una lámpara de pie con el gazpacho, me jubilo".

Está claro que llevarse el trabajo a un restaurante se ve con mucha naturalidad, pero choca un poco ver a todo el mundo mirando sus pantallas. La informática nos engulle a bocados.

Así que, amigos, un consejo vital: mejor dejar los aparatitos en el coche mientras comemos. No vaya a ser que la próxima vez el camarero, en lugar de un solomillo, nos traiga una dentadura postiza o ¡pienso para perros exóticos!

Silencio, se ¡Conecta!

Y es que, al final, me di cuenta de que este restaurante 2.0 tenía un nuevo y sutil menú: el de las conversaciones. Antes, la gente hablaba de verdad, con pasión, con gestos de las manos. Ahora, la regla no escrita es: "Donde no hay cobertura, no hay conversación."

 En cuanto veías una red Wi-Fi robusta, se hacía un silencio sepulcral en la mesa, solo roto por el tecleteo furioso y los pitidos de los mensajes. Si el camarero hubiera gritado: "¡Se cayó la red!", la sala entera se habría levantado de golpe, con más pánico que si anunciara que no quedan existencias de patatas fritas. Así que, aunque nos perdimos el chismorreo familiar por culpa del vendedor de muebles y la dentista, al menos nos llevamos la certeza de que, hoy en día, el ruido más molesto del almuerzo no son las cucharas, ni  los  tenedores sino el sonido de una video  llamada a todo volumen.

La próxima vez iré a un convento de clausura para ver si hay menos aparatitos encima de las mesas, aunque me perderé la dosis de aprendizaje gratuito.

lunes, 8 de diciembre de 2025

 


El Misterio del Apéndice Humano Portátil y la Épica Batalla por el Bolso Masculino

¡Hola, gentecilla maravillosa!

Damas y caballeros, niños y mascotas... Hablemos de esa cosa que va más pegada a nosotros que una pegatina de la ITV: ¡El Bolso! O en su versión masculina: riñonera, bandolera o el famoso (y polémico) "cosito" de llevar cosas.

Como bien sabéis, hay una ley universal no escrita: si una mujer sale a la calle, puede olvidarse del paraguas en pleno diluvio o incluso de las llaves de casa (¡para eso está el marido!), pero JAMÁS, bajo ningún concepto, olvidará su bolso. Es su centro de operaciones, su cápsula de supervivencia y, francamente, su apéndice adjunto. El bolso femenino no es un accesorio; es una extensión de la persona, un universo paralelo donde la lógica y el espacio-tiempo se han jubilado.

Y ni hablemos del contenido... El bolso de señora no es un bolso; es la Caja de MacGyver en versión de luxe. Dentro puede haber desde un kit de costura, un mini taladro hasta el recibo del súper de 1998. Y sí, si necesitas un tornillo, una tirita o la solución al calentamiento global, ella lo sacará de ahí. ¡Es magia pura! ✨

La Odisea del Varón y la Invención de la Riñonera

Pero la moda, que es más caprichosa que un bebé con sueño, también ha mirado al varón. Durante siglos, los hombres resolvimos todo con los bolsillos. ¡Y qué bolsillos! Parecía que llevábamos el Airbag de emergencia incorporado, de lo hinchados que iban con las llaves (de casa, del coche, del trastero), la cartera (a reventar de tiques caducados) y, por supuesto, el tubo de Vicks VapoRub y el pañuelo... ¡elementos esenciales de supervivencia!

Pero entonces, en un arrebato de genialidad (o de masoquismo estético), alguien dijo: "¡Que inventen la Riñonera!"

Ah, la riñonera... Colocada estratégicamente en el cinturón, nos convertía automáticamente en cobradores de autobús de los años 80 o en turistas despistados en Benidorm. No era la cumbre de la elegancia, pero oye, liberaba esos pobres bolsillos de sufrir una hernia.

De la Lona al Cuero y el Asunto del Nombre Curioso .

Luego, la cosa se sofisticó. Llegó el accesorio elegante, de lona o, ¡aleluya!, de cuero auténtico. Un bolsito pequeño, discreto, ideal para llevar lo vital: las llaves del coche (ahora con alarma), la cartera y quizás un chicle de menta. ¡Empezamos a fardar de bolsito Premium!

Y aquí viene el drama. A este noble accesorio se le colgó el nombre de "Mariconera". ¡Vaya tela! Un nombre que surgió de la forma más desafortunada, asociando el hecho de llevar algo colgando del hombro con una etiqueta homófoba y sin sentido. Es la prueba de que en el mundo de la moda y los nombres populares, a veces no hay quien entienda nada.

Menos mal que hoy, afortunadamente, se le llama con respeto: Bandolera, Bolso de mano, o simplemente "Ese que llevo yo y ya". Aunque con la correa cruzada, ¡sí que parecemos un Forajido del Oeste a punto de desenfundar el móvil en lugar de un revólver!

La Solución Final (O la App en el Móvil)

Hoy en día, con tanta App para todo, pronto no vamos a necesitar ni llaves ni cartera. El móvil lo abre todo, lo paga todo, y solo le falta hacernos un café con leche (¡pero tiempo al tiempo, que ya llegará!).

Pero, hasta que eso pase, la vida nos lleva a tomar decisiones cruciales:

  1. Opción A (La inteligente): Compartir bolso con la señora/novia/amiga. Sí, protestará. Pero cuando necesite dinero, no sé por qué, pero siempre acabará tirando de la cartera TUYA que llevas dentro de SU bolso. (¡Es una estrategia infalible!).
  2. Opción B (La de valientes): Asumir tu destino y llevar tu propio "cosito" colgante, sea riñonera, bandolera o un neceser de leopardo.

Ya sabéis, amigos: Up to you (como dicen los ingleses). (Ponte  lo  que   quieras) Lo importante es tener dónde guardar el móvil... ¡que si no, no hay quien entre en casa! 

domingo, 7 de diciembre de 2025

 



De Cocinillas con Delirios de Grandeza a Superviviente Gourmet: ¡Mi Trauma Navideño se Sirve Frío!

¡Amigos, llega la época más maravillosa del año! No hablo de la paz y el amor, sino de ese período en el que tu cuerpo se prepara para hibernar bajo una capa de turrón y calorías que, admitámoslo, son las que de verdad tienen todas las vitaminas esenciales (y las no esenciales, ¡pero qué sabrosas son!). Me encanta el buen yantar: aperitivos que podrían ser una comida completa, un vinito que te susurra "Mañana empiezas la dieta, hoy no cuenta," y platos que, si bien prometen la inmortalidad, se acercan más a la indigestión feliz.

Todo este calvario, o más bien, esta inspiración diabólica, comienzan en la caja tonta. Cuando agarro el mando, arranco el Juego de la Oca del zapping, rebotando de canal en canal con la precisión de un dardo borracho. Y, ¡oh, fatalidad!, siempre aterrizo en el templo del ego culinario: el programa del Gran Chef. Él, con su sonrisa de porcelana y su chaqueta impoluta, suelta su mantra en bucle: “¡Todo facilísimo! ¡En 15 minutos y con ingredientes de andar por casa!”

¡Mentira! ¡Maldita, suculenta mentira!

Ahora, en lugar del viejo libro de recetas con manchas de aceite que cuenta historias de generaciones, usamos la tablet en la cocina. El humo y la grasa la bendicen mientras, con la frente sudada, nos creemos la reencarnación de Ferrán Adrià. El problema es cuando el Chef te pide un ingrediente que él describe como "fácil de encontrar en cualquier rincón," pero que en realidad solo crece a la luz de la luna llena en la Conchinchina, custodiado por un dragón vegetariano. ¡Y allí vas tú! Peregrinación sagrada al colmado más exótico y polvoriento, donde el dependiente te mira como si hubieras pedido un cuerno de unicornio.

Y en casa, el drama no termina. Todos, absolutamente todos, se sienten poseedores de una receta mágica ancestral que solo ellos conocen. Mientras tanto, la verdadera dueña de la cocina (léase: la que luego tiene que fregar) mira el arsenal de cacharros desplegados y piensa con terror: “¡Va a ensuciar 20 sartenes, 5 boles y 3 pinzas de precisión para hacer una tortilla ‘diferente’!” Lo "diferente", claro, es que lleve aire de cilantro y espuma de patata.

 La Cena de Juan: La Degustación del Terror Nivel 7

Y así fue cómo llegué a la cena de Juan, ese amigo que, después de ver un solo programa, se autoproclamó “Chef de Vanguardia”. Fui, ingenuo de mí, a hacer de conejillo de Indias. Él me miraba fijo, con la intensidad de un director de orquesta esperando la nota final de un solo de violín, ansioso por mi veredicto.

¡El plato era un ataque a la integridad de mis papilas gustativas! Juan no cocinó; perpetró un crimen químico en mi boca. Se le fue la mano con el picante (creo que usó la bomba atómica del chile) y el vinagre (quizás pensó que era agua). Mi lengua, en un acto de supervivencia desesperada, pidió el divorcio y una orden de alejamiento del resto de mi cuerpo.

Pero ¿qué haces? Eres educado. Puse mi mejor “cara de disfrute exquisito”, esa expresión digna de un Óscar a la Mejor Actuación de Sufrimiento Silencioso. Lagrimeaba a mares, no por la emoción del sabor, sino porque el plato tenía más cebolla (y picante) que la vida amorosa de una telenovela.

Y lo peor, ¡ay, lo peor de las cenas de chef improvisado! Juan, ciego ante mi agonía, sentenció con una sonrisa beatífica: “¡Veo que te gusta de verdad! ¡Qué bien! ¡Te pondré un poco más en cuanto termine de hacer mi deconstrucción de postre!”

El dilema existencial se apoderó de mí: ¿Hago de tripas corazón y me arriesgo a convertirme en un dragón que escupe fuego por la nariz, o simulo un ataque de apendicitis fulminante y salgo corriendo? Elegí la vía del mártir: tragar, sonreír y meditar sobre la indemnización por daños y perjuicios internos.

 El Plan de Huida Navideño: Declaración de Falsa Alergia

Ahora, les confieso, ver un chef en la televisión me provoca un Estrés Postraumático Culinario digno de estudio. Me salto los programas con la velocidad de un ninja para evitar que mi nevera, poseída por el espíritu del Gran Chef, me dé ideas terribles y facilísimas.

Y ahora se acerca la Navidad. Tiemblan mis huesos. Temo la fatídica llamada de Juan para “sacrificar al pavo” o, peor aún, para “sacarle las tripas al pescado” mientras me da una lección magistral sobre el tsunami del sufrimiento.

Mi plan de huida es simple, radical y científicamente incuestionable:

  1. Declararme vegano estricto, celíaco y con intolerancia al gluten y la felicidad.
  2. O, mejor aún, desarrollar una nueva y mortal “alergia al exceso de entusiasmo en la presentación de platos”. (Funciona si digo que el aire de cilantro me cierra la garganta).
  3. Y si todo falla, fingir que he adoptado una dieta de únicamente huevos fritos con patatas (hechos por mí).

Porque, ante todo, amigos, prefiero unos sencillos huevos fritos con un par de patatas bien doradas y una natilla casera (hechos por mí y lejos de cualquier experimento que implique una jeringa o un sifón), que volver a pasar por el trance de mis amigos cocinillas.

¡A pesar de toda su buena intención (y de su peligro inminente)!

Atentamente,

Pepe Aguilar, Superviviente y Defensor del Huevo Frito Clásico.

 

sábado, 6 de diciembre de 2025

 


La Gran Cena de Empresa Navideña: Crónicas de Supervivencia y los ¡Pelotazos!

¡Por fin! Ha sido un año tan agotador que la palabra "agotador" se queda cortísima. Deberíamos inventar una nueva: "mega-agotador-nivel-apocalíptico". Entre la sobrecarga de trabajo, la tensión que se cortaba con un cuchillo de untar mantequilla y ese programa informático nuevo que nos hizo sentir hombres y mujeres de las cavernas tecleando, ¡no hay quien opine lo contrario! Todo el mundo anda con la misma cantinela: "Necesito vacaciones... y un psiquiatra."

Pero, ¡alabado sea el espíritu de la Navidad (y el departamento de Recursos Humanos)! La gran mayoría de las empresas, reconociendo nuestro esfuerzo titánico por llegar a diciembre sin un ataque de nervios, tienen el detalle (léase: "el remordimiento") de organizarnos una fantástica cena de compañerismo en un restaurante de buen porte o, en el caso de los hoteles, en los salones del mismo. (¡Esperemos que sea un menú especial de verdad y no el menú infantil camuflado con una aceituna extra!).

Otros, en un arrebato de generosidad alcohólica o simple ostentación, tiran la casa por la ventana: montan una cesta de Navidad que parece el Arca de Noé de los embutidos, ¡e incluso sortean un viaje al extranjero! (Momento en el que todos juramos que, de repente, nos cae bien el de contabilidad o incluso el mismísimo jefazo, a ver si la suerte se contagia).

El "Grinch" Navideño de la Oficina

Y aquí viene lo divertido. Por una razón más difícil de explicar que el final de una película de Christopher Nolan, pero que tiene su intríngulis, para algunos todo esto es poco. ¡Es más, se sienten mosqueados!

  • "El jamón no es muy bueno." (Dicho por alguien que solo come lonchas envasadas que parecen de plástico).
  • "La cesta deja mucho que desear." (Mientras se la llevan a rastras porque pesa 10 kilos de puro lujo ibérico).

Sí, queridos, existen los quejicas profesionales, los que siempre están descontentos y a los que no se les puede llevar la contraria (porque sus argumentos son tan sólidos como el flan). Y lo mejor: ¡sus críticas las hacen directamente durante la cena! Justo cuando el jefe está brindando por la productividad que se espera de nosotros el próximo año.

Como dice el refrán: "De todo hay en la viña del Señor", y hasta tenemos que acordarnos de aquellas empresas donde la situación económica ha sido malísima y sus empleados no han podido disfrutar de tales agasajos (para ellos, un abrazo y que el espíritu de la lotería les sonría doblemente).

El Sorteo y el Aroma Inconfundible del Jamón "Curioso"

"Nunca llueve a gusto de todos", ¡y menos en Navidad! Pero, ¡ay, la magia de las fiestas! Los organizadores, unos verdaderos magos de la logística anti-drama, se las ingenian para que la mayoría (¡o casi!) disfrute de esta jornada de desinhibición pagada por la empresa.

Incluso ese compañero, el ETERNO CONSPIRADOR, que pensó, por lo bajini y con cara de haber pillado a Papá Noel robando galletas, que ese televisor de tantísimas pulgadas le tocó al de al lado por alguna oscura razón cósmica que involucra a la directiva y una logia secreta. No confía ni en las papeletas, ni en la mano inocente de la becaria... ¡y seguramente tampoco en la ley de la gravedad si le preguntas!

Pero, ¡bah! Con estos aguafiestas profesionales nunca haremos un buen guiso... ¡ni una buena resaca memorable! El resto, a lo nuestro: a disfrutar como si no hubiera un mañana (o como si la empresa no pagara la luz), a seguir el fiestón y a brindar una vez más (por si las moscas, y para asegurarnos de que el lunes será duro).

Y una última REFLEXIÓN EXISTENCIAL que nos carcome el alma: ¿cómo demonios se quejaba del jamón si ni siquiera lo había empezado? A ver, hay tres opciones:

  • Opción A: Tenía un olfato de perro sabueso adiestrado por la CIA y el olor le chivó que ese jamón había viajado más que Willy Fog.
  • Opción B: El mal rollito de no ganar el televisor era tan intenso que le anestesió el gusto y le avinagró el olfato.
  • Opción C: Simplemente, ¡es un QUEJICA PROFESIONAL de nacimiento!

¡Felices Fiestas, bandidos y bandidas! Disfruten de la cena y de esa maravillosa cesta (que ojalá tenga más jamón que el que protestó). Y si te tocó el pedazo de televisor (¡felicidades, campeón!): ¡Adelante! Ni caso al envidioso que puso el grito en el cielo, él siempre seguirá con su cantinela agria. ¡Ya lo conocéis, es su 'hobby' favorito!

Y la auténtica prueba de fuego (la de los valientes): Cuando acabe la fiesta y, si te tocó el mega televisor, ¿cómo demonios lo metes en tu coche? Bueno, esa es otra historia. El reto real es encontrar a esa persona, bendita entre los mortales, que no ha probado el gin-tonic y nos lo llevará a casa.

¡Hasta la próxima y que tengáis una divertidísima y etílica Navidad!

 


Fardar de Marca con 'Alta Costura' de Tira y Afloja

Cuando uno se pasea por la Costa Mediterránea, además de deleitarse con el azul glorioso del mar y gozar de sus playas de postal, se topa con un fenómeno sociológico digno de estudio, especialmente en los paseos marítimos: la pasarela del "Top Manta".

Estos mercaderes, ya mundialmente conocidos, nos ofrecen una variedad de productos de las marcas más Premium... en su versión "fotocopia a color", también conocida cariñosamente como copia o falsificación.

Aquí viene lo verdaderamente jugoso. Uno empieza su stroll playero y, ¡zas!, aparece un espécimen luciendo un cinturón que parece Dolce & Gabbana. El portador, con ese aire de "mira qué nivel", empieza a fardar con una seguridad pasmosa. Y el resto de los mortales, por aquello de la discreción (o la cobardía), nos limitamos a admirar lo "bonito" sin atrevernos a soltar la pregunta clave: "¿Es original, o lo has conseguido en el outlet del paseo marítimo?"

El verano transforma el paseo en el bulevar predilecto, una especie de alfombra roja donde turistas y locales actuamos como críticos de moda involuntarios, husmeando cada modelito.

¡Y vaya si husmeamos! Es una sucesión de copia tras copia. Los originales, asumimos, están solo en los escaparates de lujo, reservados para aquellos con "billetes a tuti plen". Aunque, seamos sinceros, también están los que presumen de marcas falsas y, para disimular su low cost disimulado, sueltan la excusa universal: "Lo llevo por si me roban el auténtico." ¡Claro que sí, campeón!

El caso es que nos pasamos la tarde pasando revista. Y el espectáculo no tiene desperdicio, sobre todo cuando observas a los futuros clientes del "Top Manta" regateando como si estuvieran cerrando la compra de un camello en el zoco de Marrakech. ¡Hay que defender ese descuento en el reloj de cuarzo "Rolex"!

Ahora, imaginen esto: una cámara detectora de copias instalada en el paseo marítimo. ¡Sería el reality show del verano! Ver cómo la máquina para a una dama o un caballero, le obliga a entrar en una cabina portátil y le pide (con voz de robot) que se desprenda de todo lo que lleva puesto porque "Error 404: Autenticidad no encontrada".

En fin, las copias o falsificaciones están aquí para quedarse. Y no solo por su precio. Es porque fardar con trapillos que brillan mucho o con abalorios supuestamente dorados es la gran atracción de muchos viandantes, o como yo los llamo, los "señoritos de pacotilla". ¡Que viva el glamour de imitación!