La Aventura de la Pata: Mi Viaje al
País del Podólogo
¡Amigos! Hay citas que uno asume con la resignación de quien
va a pagar una multa, y la visita al podólogo es una de ellas. Es la
única ocasión en la vida en la que tus pies, esos grandes olvidados, se
convierten de repente en los protagonistas absolutos de un drama médico.
Yo siempre intento llevarlos lo más dignos posible: un buen
corte de uñas (a ser posible, ¡recto!, no vaya a ser que me suspenda el examen
inicial) y un poco de hidratación. Porque, seamos sinceros, esos cinco minutos
antes de la consulta son el único momento en meses en que uno se pregunta:
"Dios mío, ¿qué aspecto tendrán mis apéndices inferiores?".
Llegué al consultorio, y después de un poco de espera (donde
intenté disimuladamente esconder mis pies bajo el asiento como si fueran
criminales en busca y captura), me llamaron.
"Pase y siéntese en el trono."
Sí, amigos, el sillón del podólogo no es un sillón
cualquiera. Es un trono de ingeniería que te eleva a las alturas,
convirtiendo tus pies en las estrellas de un escenario bien iluminado. De
repente, mis humildes extremidades se veían gigantescas, expuestas bajo una luz
que no perdona ni la más mínima imperfección. Sentí que mis callos y durezas
eran proyectados en una pantalla de cine 3D.
El podólogo, que parecía un cirujano espacial con sus lupas,
batas y herramientas de precisión, se acercó. Había más instrumental sobre la
mesa que en una operación de alto riesgo: bisturíes diminutos, fresadoras que
sonaban como minitaladros de dentista y pinzas que parecían sacadas de un kit
de relojería suiza.
El diálogo, por supuesto, es siempre el mismo:
- Podólogo
(con tono serio, casi forense): "Bueno, veamos qué tenemos por aquí... Mmm, sí.
Esos dedos. ¿Qué ha estado haciendo con ellos, eh? ¿Ha intentado usted
escalar el Everest descalzo?"
- Yo
(tragando saliva, sintiéndome culpable por llevar chanclas en verano): "No, solo... andar, ya
sabe. Cosas de la vida."
La verdad es que la sesión es relajante... hasta que no lo
es. Un rato de masajes, cremas y luego, ¡zas! Llega el momento de la verdad,
ese donde el especialista ataca con el instrumental de ciencia ficción. Sientes
la fresadora, que suena a mosquito gigante, trabajar en tu piel, y te
preguntas: "¿Se estará equivocando? ¿Estará lijando el hueso?"
Y luego vienen las preguntas existenciales sobre tu calzado:
"Estos zapatos que lleva... ¿Son para andar o para
sufrir? ¡Tiene que darle a sus pies la vida de un rey, no la de un
esclavo!"
Salí de allí sintiéndome un ser superior, con unos pies tan
suaves que juraría que flotaba. Parecían recién salidos de un spa de
lujo, listos para desfilar en la alfombra roja. La sensación es increíble,
hasta que vuelves a la cruda realidad de tener que volver a meterlos en unos
calcetines.
En resumen: la visita al podólogo es un baño de humildad, una
lección de anatomía forzosa, y la única forma de conseguir que esos dos pilares
que te sostienen, dejen de protestar al caminar. ¡Larga vida al podólogo
y a sus herramientas intergalácticas!