La Gripe, el invierno
y la Máscara Blanquiazul del Anónimo Absoluto
Como era de esperar,
llega el frío (ese señor tan puntual) y, ¡voilà!, el otoño o el invierno
se convierten en las estaciones olímpicas de la cata de virus. Empezamos
todos con el kit de supervivencia casero: calditos de la abuela, pañuelo
de tela y esa negación que nos hace creer que somos médicos autodidactas
graduados en Google. Hasta que el cuerpo dice "¡Basta!" y te das
cuenta de que no, no eres House, y que tienes un billete de primera clase y sin
retorno a Urgencias.
Hace años, veíamos a
nuestros amigos nipones por la calle, tan formales ellos, con esas
mascarillas blanquiazules y pensábamos: "¡Qué gente tan organizada y
previsora! ¡Señores del futuro!". Incluso nos reíamos un poco de ver
semejante espectáculo, como si fueran a un carnaval silencioso.
Pero, ¡ay, amigos!
Parece que tenían más razón que un meteorólogo en noviembre. La mascarilla
llegó, arrasó, y se quedó no solo en España sino en el resto del mundo
civilizado. Y claro, antes de que existiera esta precaución universal,
éramos la ONU de los microorganismos: compartíamos virus, ácaros, y toda
esa fauna exótica que solo se ve a través de un microscopio.
Así era la vida.
Entrabas en Urgencias con un simple resfriado y, después de unas horas en la
sala de espera, salías con una pulmonía galopante o, peor aún, con un acento
raro del virus que te acababa de subarrendar los pulmones. Eso sí, la
gente lo pasaba bomba en la sala. Horas y horas para despellejar al
médico de guardia, discutir si la gastronomía de ahora es mejor que la de
antes, o poner al día a todo el mundo sobre el estado de la tía abuela.
Pero ahora... ¡la cosa
ha cambiado! Con el combo gorrita (la de los caballeros que no se quitan
ni para dormir), pañuelo o turbante (el de las damas que no tienen un
pelo de tontas) y la máscara, a ver cómo le pones cara al viandante que
te saluda. ¡Es el Anonimato Premium! A veces saludas y es tu jefe;
otras, ignoras a alguien y resulta ser tu vecino Ambrosio.
Y llega la hora de
hablar. Con ese trapito pegado a la boca y una tos que parece sacada de una
película de terror. A veces piensas que te está hablando un explorador de un
país remoto, pero no, amigos, son los inconvenientes logísticos de
la mascarilla.
Así que, entras en el
hospital para una consulta, te cruzas con un señor sin bata, le preguntas dónde
está la farmacia y, ¡zas!, resulta ser el cirujano jefe que va a
operarte. Te quedas cortadísimo, pensando: "¡La he pifiado! ¿Por
qué no me habré puesto yo la gorra y el gorro?".
En fin, a pesar de
todas las peripecias y los líos de reconocimiento que nos traen estos
pequeños trozos de tela, lo cierto es que algunos ya le han cogido el gusto.
Hay quien no usa bufanda en invierno, se tapa la garganta con el trapito y
la gomilla, como si estuviera a punto de cantar un cuplé en el Carnaval
de Cádiz.
Pero dejando de lado
la broma (solo un poquito), es mejor ponérselo y ponérselo a los demás.
¡Evitaremos males mayores!
Hasta la próxima,
aunque no te reconozca por la calle y tenga que saludarte a voz en grito
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