viernes, 17 de octubre de 2025


 

La Odisea del Carrito: De Compras y a la Caza de la Lámpara Perdida

Ir de compras hoy en día, admitámoslo, es mucho más cómodo que antes. ¿Más fácil? Discutible. Tengo la íntima convicción de que la comodidad es directamente proporcional al gasto. Y todo, todo, desde que los pequeños comercios de nuestros pueblos, con ese olor inconfundible a género y a cotilleo fresco, fueron tragados sin piedad por las grandes superficies.

Estas gigantescas cajas de zapatos son un prodigio de la ingeniería del consumo: aparcamiento fácil (el único momento de paz antes de la tormenta) y la promesa de encontrar absolutamente todo, incluso aquello que no sabías que existía, que no necesitabas y que, francamente, nunca habrías imaginado comprar.

Ahora bien, uno llega a estos centros comerciales grandiosos y la cosa cambia. Los pasillos… ¡Ay, los pasillos! Ya no son los de antes. Ahora se han transformado en una especie de laberinto de Teseo, versión low cost. Son larguísimos y a veces tan estrechos que recuerdan a los pasillos de las películas carcelarias, solo que en lugar de barrotes y rejas, a ambos lados se amontona el universo de lo imaginable. Un festín para la vista y una tortura para el bolsillo.

Pero la auténtica pesadilla, el Apocalipsis de la Tarjeta de Crédito, tiene lugar cuando entras en uno de esos colosos de nacionalidad sueca/escandinava (no daremos nombres, pero empieza por I y es famosa por sus albóndigas y sus instrucciones indescifrables).

¡Ahí, justo ahí, empieza el auténtico laberinto! Cambiaron el aburrido sistema lineal por una coreografía de curvas, revueltas y desvíos que te recuerdan inevitablemente al Laberinto de Cristales de la feria. Entras sabiendo tu objetivo, pero la salida solo se logra a base de golpes, choques emocionales y la sensación de haber participado en un reality de supervivencia nórdica.

Íbamos, como bien decía, con la noble y simple idea de buscar una lámpara. Una. Pues bien, hasta llegar al santuario de la iluminación, hicimos un maratón digno de las Olimpiadas (con avituallamiento opcional de perritos calientes a la salida). Y lo peor, ¡oh, lo peor!, es llevar carrito. El carrito es la encarnación del mal consumista, pues ahí es donde la Mano Tonta del Comprador Compulsivo deposita, con la frenética urgencia de un hámster acumulador, todo lo que encuentra a su paso, justificado por esa frase demoledora: “¡Qué mono!”. Un cojín de lunares, una vela con olor a fiordo, unas pinzas para el pescado… “¡Qué mono!”, “¡Qué mono!”

Y así, pasillo tras pasillo y curva tras curva, seguimos mareados como un pollo en una noria. Esto ya no es ir de compras, es senderismo de alto rendimiento en interiores. Y atención, un detalle crucial: si te viene una necesidad fisiológica (la inevitable llamada de la naturaleza), ¡reza! Cruza los dedos de los pies y pide un milagro para llegar a un aseo o, mejor dicho, ¡para encontrarlo! Están escondidos con la misma astucia que los tesoros piratas.

En fin, es cierto que es un método práctico, porque encuentras absolutamente todo lo que no sabías que necesitabas. Pero el momento de la verdad llega en las cajas. Mientras vas depositando tu botín —la vela, el cojín, la media docena de cucharas de madera que ya tenías— te das cuenta, con un escalofrío de terror, de que ¡NO HAS COMPRADO LA MALDITA LÁMPARA!

Y, por supuesto, le has dado un meneo a la tarjeta de crédito que ya lo quisiera para sí el "látigo de la feria" en hora punta.

Para la próxima, lo tengo claro: entraré con el GPS sintonizado, la brújula calibrada y, lo más importante, ¡la tarjeta de crédito se quedará encerrada bajo llave en la guantera del coche!

Saludos desde el pasillo de las alfombras,

Pepe Aguilar

(Y que hagan una buena compra, ¡si es que logran salir! Continuará…)

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