La Odisea del Carrito: De Compras y a la Caza de la
Lámpara Perdida
Ir de compras hoy en día, admitámoslo, es mucho más cómodo
que antes. ¿Más fácil? Discutible. Tengo la íntima convicción de que la
comodidad es directamente proporcional al gasto. Y todo, todo, desde que
los pequeños comercios de nuestros pueblos, con ese olor inconfundible a género
y a cotilleo fresco, fueron tragados sin piedad por las grandes superficies.
Estas gigantescas cajas de zapatos son un prodigio de la
ingeniería del consumo: aparcamiento fácil (el único momento de paz antes de la
tormenta) y la promesa de encontrar absolutamente todo, incluso aquello
que no sabías que existía, que no necesitabas y que, francamente, nunca habrías
imaginado comprar.
Ahora bien, uno llega a estos centros comerciales
grandiosos y la cosa cambia. Los pasillos… ¡Ay, los pasillos! Ya no son los
de antes. Ahora se han transformado en una especie de laberinto de Teseo,
versión low cost. Son larguísimos y a veces tan estrechos que
recuerdan a los pasillos de las películas carcelarias, solo que en lugar de
barrotes y rejas, a ambos lados se amontona el universo de lo imaginable. Un
festín para la vista y una tortura para el bolsillo.
Pero la auténtica pesadilla, el Apocalipsis de la Tarjeta
de Crédito, tiene lugar cuando entras en uno de esos colosos de
nacionalidad sueca/escandinava (no daremos nombres, pero empieza por I y es
famosa por sus albóndigas y sus instrucciones indescifrables).
¡Ahí, justo ahí, empieza el auténtico laberinto! Cambiaron el
aburrido sistema lineal por una coreografía de curvas, revueltas y desvíos que
te recuerdan inevitablemente al Laberinto de Cristales de la feria.
Entras sabiendo tu objetivo, pero la salida solo se logra a base de golpes,
choques emocionales y la sensación de haber participado en un reality de
supervivencia nórdica.
Íbamos, como bien decía, con la noble y simple idea de buscar
una lámpara. Una. Pues bien, hasta llegar al santuario de la
iluminación, hicimos un maratón digno de las Olimpiadas (con
avituallamiento opcional de perritos calientes a la salida). Y lo peor, ¡oh, lo
peor!, es llevar carrito. El carrito es la encarnación del mal consumista, pues
ahí es donde la Mano Tonta del Comprador Compulsivo deposita, con la
frenética urgencia de un hámster acumulador, todo lo que encuentra a su
paso, justificado por esa frase demoledora: “¡Qué mono!”. Un cojín de
lunares, una vela con olor a fiordo, unas pinzas para el pescado… “¡Qué mono!”,
“¡Qué mono!”
Y así, pasillo tras pasillo y curva tras curva, seguimos
mareados como un pollo en una noria. Esto ya no es ir de compras, es senderismo
de alto rendimiento en interiores. Y atención, un detalle crucial: si te
viene una necesidad fisiológica (la inevitable llamada de la
naturaleza), ¡reza! Cruza los dedos de los pies y pide un milagro para llegar a
un aseo o, mejor dicho, ¡para encontrarlo! Están escondidos con la misma
astucia que los tesoros piratas.
En fin, es cierto que es un método práctico, porque
encuentras absolutamente todo lo que no sabías que necesitabas. Pero el
momento de la verdad llega en las cajas. Mientras vas depositando tu botín —la
vela, el cojín, la media docena de cucharas de madera que ya tenías— te das
cuenta, con un escalofrío de terror, de que ¡NO HAS COMPRADO LA MALDITA
LÁMPARA!
Y, por supuesto, le has dado un meneo a la tarjeta de crédito
que ya lo quisiera para sí el "látigo de la feria" en hora
punta.
Para la próxima, lo tengo claro: entraré con el GPS
sintonizado, la brújula calibrada y, lo más importante, ¡la tarjeta
de crédito se quedará encerrada bajo llave en la guantera del coche!
Saludos desde el pasillo de las alfombras,
Pepe Aguilar
(Y que hagan una buena compra, ¡si es que logran salir!
Continuará…)
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