Porque la cosa no para en la recepción; no, la desobediencia al decoro se ha extendido como una mancha de vino tinto en un mantel blanco, y ha llegado hasta el mismísimo templo del café: ¡la barra!
El otro día, en un establecimiento que antaño fue sinónimo de servicio impecable y trajes impolutos, pido un cortado. Me atiende un muchacho que, sin duda, estaba haciendo un máster en la "Estética del Desaliño". Llevaba una camiseta de la empresa, sí, pero tan arrugada que parecía haber dormido con ella puesta... después de haber luchado contra un toro bravo. El delantal, ¡ay, el delantal! Parecía la bandera de los piratas, con manchas que abarcaban todo el espectro cromático de la ingesta humana: un brochazo de café por aquí, un lamparón de tomate por allá... Digno de exponer en ARCO como "El Caos Alimentario".
Y la técnica, ¡Dios mío, la técnica! Me sirve el café con una desgana que ya quisiera el Barón de Münchhausen.
El vaso, sujetado con esos tres dedos reglamentarios que huelen a tabaco y a que acaban de tocar un billete de cinco euros, viene coronado por una espuma que no era espuma, sino una especie de masa heterogénea. Y me lo planta sobre la barra con un estruendo que me hace temblar las gafas. No me dice "Buenos días", ni "Aquí tiene, señor". Solo un gruñido. Le pregunto: "¿Me pondría sacarina, por favor?". Me mira con una inquina que hubiera helado el café de haber sido posible, y me suelta, sin inmutarse: "Está al final de la barra, si no es mucha molestia". ¡La cortesía ha muerto y la ha matado un 'barista' irascible!
El Tatuaje como Distintivo y la Joyería Laboral: El Show del Servicio
Pero no todo es mugre y malos modos, ojo. Hay un fenómeno que me fascina: la conversión del cuerpo en un 'curriculum vitae' visible.
Si en la recepción teníamos la joyería de cuerda, en la terraza, el otro día, me topé con un camarero que, les juro, parecía recién salido de la Convención Anual de Tatuadores.
Desde el codo hasta la muñeca, un lienzo de tinta. Dragones, calaveras, frases en latín... Me sirvió un tinto de verano con una mano que era una obra de arte, pero me despistó tanto que casi me confundo y le pregunto por el significado esotérico del fénix que llevaba grabado, en lugar de pedirle el hielo. El pelo, por supuesto, no era castaño, ni rubio, ni gris; era de un azul eléctrico que le iluminaba la cara, y el aro en la nariz, de esos que parecen un bozal de toro en miniatura.
Y claro, yo, con mi mentalidad de antes, de la de "el servicio debe ser discreto", me quedo absorto. El chico era un dechado de amabilidad, eso sí. Pero yo me pregunto: ¿Dónde quedó el anonimato del profesional? Antes, el camarero era un fondo de armario; ahora, es la primera pieza de la colección.
Uno espera que el café caliente sea la única sorpresa del servicio, ¡no que el encargado del "desayuno continental" parezca el cantante de un grupo de Heavy Metal en su día libre!
Señores, hemos pasado de la camisa al piercing, del zapato de charol a las zapatillas sucias, y de la corbata a la melena de colores. La etiqueta se ha disuelto en un mar de "yo soy así". ¡Todo muy personal, muy auténtico!
Pero un servidor, con sus años, solo pide una cosa: que la autenticidad no venga reñida con la pulcritud (y con el respeto a las normas básicas de higiene, que de esto trata el negocio). En resumidas cuentas: ¡Que el aspecto del servicio no te quite el apetito!
Un saludo cariñoso,
Pepe Aguilar, y... esto continua.
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