lunes, 29 de septiembre de 2025

EL  RINCON  DE  PEPE

 Cómo Subirse a un Avión y No Pensar que Estás a 20.000 Pies de Altura

Cierto día, en uno de esos viajes de ida y vuelta a Madrid que uno hace con más frecuencia de la deseada, me encontraba a bordo de un avión. Como sabrán los viajeros habituales, la cabina es un crisol de personajes: están los padres en modo malabarista, los que viajan con la cara blanca del puro pánico, y luego estamos los observadores, que miramos todo con la disimulada atención de un antropólogo. La tensión o el "canguelo" que llevan algunos encima es tan palpable que les obliga a socializar para evadirse de que están, nunca mejor dicho, por las nubes.

En aquel vuelo mañanero, me dedicaba a mi deporte favorito: la observación discreta. Veías a los novatos indecisos entre rezar o repasar el folleto de seguridad. Otros se atiborraban de chicles (porque lo de fumar pasó a la historia, gracias a Dios) y se ajustaban el cinturón con la rigidez de una momia a la que acaban de pedirle el alto.

El protocolo de la azafata es un ballet que algunos ya se saben de memoria, aunque uno siempre duda de si en una emergencia real se acordarían de algo más que de gritar.

A los pocos minutos de despegar, justo cuando uno empezaba a relajarse, sentí un ruido debajo de mis pies. No era un simple clonk, era un sonido con personalidad, algo que invitaba a la preocupación.

Me giré hacia el señor sentado a mi lado, un tipo que emanaba un aire de sabiduría aeronáutica de garrafón, con una tranquilidad que ya quisiera para sí un piloto de combate.

—Oiga, ¿ha sonado algo extraño debajo de mis pies, no? —le dije, intentando sonar casual.

El hombre, con una suficiencia que merecía una beca en ingeniería aeroespacial (de bar), me mira como si yo fuese un párvulo preguntando por qué el cielo es azul.

—¡Qué va, hombre! —me suelta con desdén— Esto es completamente normal. Es la recogida de las ruedas y el cierre de su escotilla. Un detalle técnico, ya sabe.

Asentí, tratando de no reírme, mientras veía a otros pasajeros intercambiar miradas que confirmaban mi pensamiento: "¡Vaya lumbreras nos ha tocado!"

La explicación del flamante ingeniero de pasillo apenas tuvo tiempo de asentarse en el ambiente cuando la voz del comandante resonó por la cabina.

—Señores pasajeros, por favor, abróchense los cinturones. Volvemos al punto de partida por un pequeñísimo fallo —anunció con esa voz de piloto que siempre intenta sonar más tranquilo de lo que está.

En mi interior, se activó la carcajada silenciosa. ¡El "pequeñísimo fallo"! Miré a mi vecino, el autoproclamado experto en trenes de aterrizaje, que ya no tenía la misma cara de gurú. Con una mirada, le dije: "Vaya, vaya... ¡Qué bien funciona esa recogida de ruedas que me describió!".

Resulta que el "pequeñísimo fallo" terminó con nosotros de vuelta en la pista, viendo el aeropuerto regado con una espuma blanca. Aparentemente, aterrizamos dando algunos botes, con parte de las ruedas atascadas, pero sanos y salvos. Por si fuera poco, en ese vuelo viajaban todos los jugadores del Málaga Club de Fútbol, así que la anécdota fue doblemente épica.

Y es que no hay situación, por grave que sea, en la que no te encuentres un "Listo" dispuesto a darte una explicación científica de por qué tu vida pende de un hilo.

La  historia  es  real  me  sucedió.

¡Saludos, Pepe Aguilar!

 

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