EL RINCON DE
PEPE
Cómo Subirse a un
Avión y No Pensar que Estás a 20.000 Pies de Altura
Cierto día, en uno de esos viajes de ida y vuelta a Madrid
que uno hace con más frecuencia de la deseada, me encontraba a bordo de un
avión. Como sabrán los viajeros habituales, la cabina es un crisol de
personajes: están los padres en modo malabarista, los que viajan con la cara
blanca del puro pánico, y luego estamos los observadores, que miramos
todo con la disimulada atención de un antropólogo. La tensión o el
"canguelo" que llevan algunos encima es tan palpable que les obliga a
socializar para evadirse de que están, nunca mejor dicho, por las nubes.
En aquel vuelo mañanero, me dedicaba a mi deporte favorito:
la observación discreta. Veías a los novatos indecisos entre rezar o
repasar el folleto de seguridad. Otros se atiborraban de chicles (porque lo de
fumar pasó a la historia, gracias a Dios) y se ajustaban el cinturón con la
rigidez de una momia a la que acaban de pedirle el alto.
El protocolo de la azafata es un ballet que algunos ya se
saben de memoria, aunque uno siempre duda de si en una emergencia real se
acordarían de algo más que de gritar.
A los pocos minutos de despegar, justo cuando uno empezaba a
relajarse, sentí un ruido debajo de mis pies. No era un simple clonk,
era un sonido con personalidad, algo que invitaba a la preocupación.
Me giré hacia el señor sentado a mi lado, un tipo que
emanaba un aire de sabiduría aeronáutica de garrafón, con una
tranquilidad que ya quisiera para sí un piloto de combate.
—Oiga, ¿ha sonado algo extraño debajo de mis pies, no? —le
dije, intentando sonar casual.
El hombre, con una suficiencia que merecía una beca en ingeniería
aeroespacial (de bar), me mira como si yo fuese un párvulo preguntando por qué
el cielo es azul.
—¡Qué va, hombre! —me suelta con desdén— Esto es
completamente normal. Es la recogida de las ruedas y el cierre de su
escotilla. Un detalle técnico, ya sabe.
Asentí, tratando de no reírme, mientras veía a otros
pasajeros intercambiar miradas que confirmaban mi pensamiento: "¡Vaya
lumbreras nos ha tocado!"
La explicación del flamante ingeniero de pasillo apenas tuvo
tiempo de asentarse en el ambiente cuando la voz del comandante resonó por la
cabina.
—Señores pasajeros, por favor, abróchense los cinturones. Volvemos
al punto de partida por un pequeñísimo fallo —anunció con esa voz de piloto
que siempre intenta sonar más tranquilo de lo que está.
En mi interior, se activó la carcajada silenciosa. ¡El
"pequeñísimo fallo"! Miré a mi vecino, el autoproclamado experto en
trenes de aterrizaje, que ya no tenía la misma cara de gurú. Con una mirada, le
dije: "Vaya, vaya... ¡Qué bien funciona esa recogida de ruedas que me
describió!".
Resulta que el "pequeñísimo fallo" terminó con
nosotros de vuelta en la pista, viendo el aeropuerto regado con una espuma
blanca. Aparentemente, aterrizamos dando algunos botes, con parte de las ruedas
atascadas, pero sanos y salvos. Por si fuera poco, en ese vuelo viajaban todos
los jugadores del Málaga Club de Fútbol, así que la anécdota fue
doblemente épica.
Y es que no hay situación, por grave que sea, en la que no
te encuentres un "Listo" dispuesto a darte una explicación
científica de por qué tu vida pende de un hilo.
La historia es
real me sucedió.
¡Saludos, Pepe Aguilar!
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