La cortesía: un dinosaurio en extinción
Permítanme transportarlos a una época casi mitológica, un
pasado tan remoto que parece sacado de un libro de fantasía. Hablo de los años
en los que los colegios, además de enseñarte que la raíz cuadrada de 9 es 3, te
inculcaban que tus codos tenían la misma prohibición de subirse a la mesa que
un gato en un banquete real. La mesa, señoras y señores, era un santuario. Un
lugar donde los cubiertos se usaban con la destreza de un cirujano y los ruidos
al masticar era una herejía. El "ahhh" de un buen bocado era tan
impensable como que un monarca se comiera la sopa a sorbos. ¡Qué tiempos!
Hoy en día, la escena es más bien digna de un reality show.
La cena familiar es una sinfonía de notificaciones de móvil, el sonido de los
teclados y el crujir de papas fritas. La gente come con una mano mientras
teclea con la otra, con los codos cómodamente instalados en la mesa, como si
fueran los dueños de la misma. ¿Y los
cubiertos? Bueno, el cuchillo se usa para el corte de carne y para abrir el
paquete de nueces. ¡La versatilidad es la clave! No me hagan hablar de los
comensales, que se pelean por el pan del vecino de la derecha, convencidos de
que el de la izquierda es el de la casa de al lado.
Y qué me dicen del arte del transporte público. Antes,
cederle el asiento a una persona mayor era un acto de valentía, como si fueras
un caballero andante en busca de un dragón. La gratitud en los ojos de la
persona mayor era la mejor recompensa. ¡Hoy
en día, el asiento es tuyo y de nadie más! Podrías entrar con un bastón, un
andador, y un cartel luminoso que diga "Tengo 90 años, por favor,
ayúdenme", y el que está sentado ni te mira. Es más, te mira con una
expresión de "¿Y a este qué le
pasa?". A menos que estés a punto de desmayarte, nadie cede. Y el que
se levanta es por temor a que le toque el turno de ir de pie.
Los ascensores se han transformado en cápsulas de tele
transportación silenciosa. Entras, saludas con un "buenos días", pero la respuesta es un eco de tu propia
voz en el vacío. La gente está tan absorta en sus móviles que no se dan cuenta
de que hay un ser humano a un metro de ellos. Al llegar a la planta, el ritual
es un empujón furtivo y una salida digna de una carrera de caballos. El mantra
es "sálvese quien pueda".
El colmo de esta nueva era, y este es un punto que me hace
querer gritar, es el lenguaje. Se ha vuelto una mezcla de insultos, vulgaridades
y frases sin sentido. Las conversaciones son como un bombardeo de palabras que
harían sonrojar a un marinero. Escuchas a gente gritando dentro de un ascensor
o en la cola del supermercado como si fuera lo más normal del mundo. ¿Qué pasó con los "por favor"
y "gracias"? Se han mudado
a un diccionario de palabras en desuso.
En fin, parece que la cortesía y los buenos modales han sido
declarados una especie en peligro de extinción. Si te chocas con alguien en la
calle, el refrán de "si te vi, no me acuerdo" se ha convertido en una
realidad. O como mínimo, en un "si te vi, me da igual". Como dijo
aquel poeta: "Que pare la tierra,
que yo me bajo". Aunque con la cantidad de gente que no se levanta,
dudo que se baje nadie.
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